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JUNIN - 6 de agosto de 1824
La batalla sin humo
Por Lic. Carlos Pachá (*)
No hubo disparos de arma de fuego; fue una encarnizada lucha a sable y lanza.
El 6 de agosto de 1824 se desarrolló el penúltimo enfrentamiento armado en pos de la independencia hispanoamericana. A pesar de que Perú había proclamado su independencia el 28 de julio de 1821, los españoles no tenían la menor intención de abandonar el otrora esplendoroso virreinato.
A esa altura de los acontecimientos, ya se había realizado la entrevista de Guayaquil, en la cual San Martín renunció a su gloria personal (abandonado por Buenos Aires y la nefasta política de Bernardino Rivadavia) a manos del ambicioso Simón Bolívar, a quien le puso a disposición tropas del glorioso regimiento de Granaderos a Caballo.
Bolívar logró reunir un ejército de ocho mil hombres y los realistas, uno de 18 mil. Pero la sublevación de Pedro Olañeta en el Alto Perú obligó al virrey del Perú a distraer gran parte de sus fuerzas. En dicha circunstancia, Bolívar decide marchar hacia el sur del Perú a combatir al general realista José de Canterac.
Ambos ejércitos chocan ese día en la pampa de Junín, a más de cuatro mil metros de altura. Canterac en persona manda la caballería de los Húsares de Fernando VII y Dragones de la Unión y del Perú.
El primero en lanzarse al ataque es el bravo general Mariano Necochea, con seis escuadrones de Granaderos montados y Húsares de Colombia y del Perú, y al grito de “¡Adentro, Granaderos!” acomete contra el grueso de las fuerzas realistas. Pero es un esfuerzo inútil: es el primero en caer, con las manos mutiladas y más de 14 heridas, algunas muy graves. Será capturado, al igual que el mayor José Valentín de Olavarría.
Eran las 4 de la tarde. La fuerza del número y la mejor disposición estratégica favorecieron a los realistas, que arrasaron a los dos primeros escuadrones patriotas, en feroz lucha, e hicieron volver grupas a los demás, que abandonaron en desorden el campo de batalla.
El general Miller no pudo actuar, porque su caballería se había dispersado sin combatir. Entre los primeros que se retiraron se contó a Bolívar, quien “cruzó como un relámpago la distancia que los separaba de la infantería”. Los realistas trataron de aprovechar al máximo su ventaja y persiguieron a los que fugaban de manera tan desordenada como ellos y sin tomar la precaución de mantener la retaguardia cubierta por ninguna unidad de reserva.
En ese instante trascendental de la lucha, surgirá el verdadero héroe de esa jornada memorable: el teniente coronel Manuel Isidoro Suárez, argentino, quien comandaba el primer escuadrón de Húsares del Perú, que había quedado de reserva, y mandó atacar a la retaguardia y el flanco izquierdo de las fuerzas perseguidoras. El factor sorpresa fue decisivo, ya que provocó el desconcierto de los realistas y los patriotas se reanimaron y pasaron de fugitivos a perseguidores y, en enérgica contraofensiva, sablearon y lancearon sin cuartel al enemigo.
Mágica victoria. De manera inesperada, la derrota se había transformado casi en mágica victoria por imperio del heroísmo de Suárez, quien además rescató y salvó la vida del sangrante Necochea y de Olavarría.
Las heridas de Necochea fueron... ¡14!: cuatro sablazos en la cabeza; dos que le quebraron el brazo izquierdo, que debieron amputarle; una en la mano derecha que le inutilizó los tres últimos dedos; dos lanzazos en el costado izquierdo, uno de los cuales le perforó el pulmón, a raíz de lo que sufrió una concusión y falleció 25 años después; una estocada en el vientre y cuatro heridas más en los brazos.
Los cronistas de la época contabilizan las bajas de esa singular batalla de armas blancas de la siguiente manera: 248 muertos y heridos y 80 prisioneros para el bando realista y 143 muertos y heridos en las filas patrióticas. Bolívar los rebautizó como Húsares de Junín y hoy funge como Regimiento Escolta del Presidente de la República del Perú.
Después de esto y de engoladas proclamas en donde Bolívar se acredita la victoria en una batalla que mal había dirigido, y luego de condecorar a Suárez, lo acusó de complotar en su contra junto a otros argentinos, cosa que nunca pudo demostrar, lo que provocó el destierro del verdadero hacedor de la victoria de Junín.
Junín tuvo mucha importancia, ya que el inesperado desenlace de la batalla desmoralizó a las fuerzas realistas, cuyos integrantes comenzaron a desertar y allanaron así el camino para la definitiva victoria patriota, materializada en la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre del mismo año. Este triunfo lo acreditó el brillante Antonio José de Sucre, quien derrotó al virrey José de la Serna y al mismo Canterac.
El recuerdo, en Córdoba. En nuestra nomenclatura cartográfica, una importante calle de la ciudad de Córdoba rememoraba el decisivo hecho de armas; era el bulevar Junín, devenido en bulevar Illia en el centro y De la Plaza en San Vicente y 1° de Mayo, aunque mantiene aquel nombre en barrio Paladini, en el este de la ciudad.
En tanto, ninguna calle recuerda al insigne Isidoro Suárez ni a José de Olavarría. Sólo registramos una calle Necochea en barrio Santa Catalina, sector lindante con barrio Oña y Villa Revol.
La ciudad y provincia de Buenos Aires, en cambio, le rinden honores designando ciudades y calles con sus nombres. Hasta el tango les ofrenda circunstancial homenaje, que verificamos en la letra del excepcional poeta Enrique Cadícamo en un fragmento del tema Tres amigos, cuando expresa: “Donde andará Pancho Alsina, donde andará Balmaceda, yo los espero en la esquina de Suárez y Necochea...”
¿Por qué en Córdoba omitimos los méritos de estos libertadores? ¿Será porque eran porteños? No lo creo, porque Bartolomé Mitre y Bernardino Rivadavia también lo eran y a ellos no se les mezquinaron halagos y ditirambos.
(*) Presidente de Fundación Historia y Patria
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Fuente: www.lagazeta.com.ar
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